sábado, 17 de noviembre de 2007

Contra la dictadura, Joseph Dejacque

Contra la dictadura
Joseph Dejacque
1859

No estamos ya en los tiempos fabulosos en que el padre devoraba a sus propios hijos ni en el tiempo judaico en que Herodes mataba toda una generación de débiles inocentes, cosa que, a pesar de todo, no impidió que Jesús escapara de la matanza y que Júpiter no fuese devorado. Vivimos en una época que no mata ya a sus hijos a cuchilladas y en la que nos parece muy natural que los jóvenes entierren a los viejos. Enterremos, pues, todo lo trasnochado. Hércules ha muerto; ¿por qué empeñarnos en resuticitarlo? Todo lo más que podríamos hacer es galvanizarlo. El palo es menos fuerte que la idea.

¡Salud a la idea presente y futura! La autoridad ha reinado tanto tiempo sobre los hombres, ha tomado hasta tal punto posesión de la humanidad, que en todas partes ha dejado un desgaste en su espíritu. Aun hoy es difícil aparte de en teoría, desterrarla por completo. Cada uno de los civilizados es para ella una fortaleza que, bajo la guardia de los prejuicios, se yergue como un enemigo frente al paso de la libertad, invasora amazona que se lo disputa. Así tenemos individuos que, creyéndose revolucionarios y jurando a todo trapo por la libertad, proclaman nada menos que la necesidad de la dictadura, como si la dictadura no excluyese la libertad y la libertad la dictadura. ¡Cuántos niños grandes que tienen apego a su manía; niños grandes que quieren la República democrática y social, sin duda, pero con un emperador o un dictador, lo que es todo uno, para gobernarla; gentes montadas de cara a la grupa, y que con la vista fija en la perspectiva del progreso, se alejan de él tanto más cuanto más caminan para acercarse, galopando de espaldas a la cabeza de la bestia que montan. Estos revolucionarios, oliticastros de poco pelaje, han conservado, con la señal del collar de esclavos, la mancha moral de la servidumbre, el tortícolos del despotismo. Desgraciadamente, ¡ay!, son muy numerosos entre nosotros. Se llaman republicanos, demócratas y socialistas, y no tienen otra inclinación ni otros amores que los de una autoridad de puños de acero, de cerebro de hierro y de corazón de bronce; son más monárquicos que los monárquicos, los cuales, en realidad, podrían pasar, a su lado, por an...arquistas.

La dictadura, sea una hidra de cien cabezas o de cien colas, sea autocrática o demagógica, nada puede hacer en beneficio de la libertad; no puede hacer más que perpetuar la esclavitud, tanto moral como físicamente. No es regimentado un pueblo de ilotas bajo un yugo de hierro, puesto que de hierro se trata, aprisionándolo en una uniformidad de volantes proconsulares, como pueden formarse hombres inteligentes y libres. La libertad no es una cosa que pueda otorgarse. No pertenece a la fantasía de un personaje o de un comité de salvación pública el poder decretarla y repartirla. La dictadura puede cortar cabezas de hombres, pero no podrá hacerlas crecer ni multiplicarse; puede transformar las inteligencias en cadáveres; puede hacer arrastrarse y hormiguear bajos sus botas y ante su látigo a los esclavos como si fuesen gusanos u orugas; aplanará a éstas con su pesado peso, per únicamente la libertad podría darles alas. Sólo por el trabajo libre, el trabajo intelectual y moral, nuestra generación, civilización o crisálida, podrá metamorfosearse en viva y brillante mariposa, revestir el tipo humano y florecer amplia y armónicamente.

Ya sé que hay mucha gente que habla de la libertad sin comprenderla, sin tener de ella ni el conocimiento ni el sentimiento. En la demolición de la autoridad reinante, no ven más que una sustitución de nombre o de personas; no se imaginan que una sociedad pueda funcionar sin amos ni criados, sin jefes ni soldados. En esto se parecen a aquellos reaccionarios que dicen: "Siempre ha habido ricos y pobres y los habrá siempre. ¿Qué sería del pobre sin el rico? Se moriría de hambre".

Los demagogos no dicen precisamente esto, pero dicen: "Siempre hubo gobernantes y gobernados y los habrá siempre. ¿Qué sería del pueblo sin gobierno? Viviría en la esclavitud". Todos estos anticuarios, los rojos y los blancos, son un poco compinches y compañeros: la anarquía, el libertarismo, trastorna su miserable entendimiento, entendimiento lleno de prejuicios ignaros, de tontas vanidades, de cretinismo. Plagiarios del pasado, los revolucionarios retrospectivos y retroactivos, los partidarios de la dictadura, los sometidos a la fuerza brutal, todos los autoritarios de mil colores que reclaman un poder salvador, croarán toda la vida sin encontrar lo que desean. Parecidos a las ranas que pedían un rey, se les ve y se les verá siempre cambiar el oro por la calderilla, el Gobierno de Julio por el Gobierno de Febrero, los asesinos de Rohan por los asesinos de Junio, Cavaignac por Bonaparte, y mañana, tal vez, Bonaparte por Blanqui...

Si un día gritan: "¡Abajo la Guardia Municipal!", es para gritar poco instantes después: "¡Viva la Guardia Móvil!". O bien truecan la Guardia Móvil por la Guardia Imperial, como trocarán la Guardia Imperial por los Batallones Revolucionarios. Súbditos eran, súbditos son, súbditos serán. No saben lo que quieren ni lo que hacen. Hoy se quejan de que no tienen el hombre de sus amores, y mañana se quejarán de que lo tienen en exceso. En fin, a cada instante y por cualquier motivo invocan la autoridad de pico y de cuervo y luego se extrañan de que les picotee y les mate y devore.

Todo individuo que se llame revolucionario y hable de dictadura es un iluso o un granuja, un imbécil o un traidor: imbécil o iluso, si la preconiza como auxiliar de la Revolución Social, como un medio de transformación entre el pasado y el futuro, puesto que esto siempre equivale a conjugar la autoridad en indicativo presente; granuja o traidor, si no la considera más que como un medio de situarse en el presupuesto y jugar a gobernante en todos los modos y en todos los tiempos.

Muchos enanos hay, ciertamente, que no desean otra cosa sino que se les conceda un título oficial, buenos emolumentos, una representación cualquiera que los saque del pantano donde chapotea el común de los mortales y les permita, en cierto modo, darse aires de gigantes. ¿Serán los hombres bastante necios para ofrecerles un pedestal a esos pigmeos?

¿Oiremos siempre el estribillo: "Nos habláis de suprimir los elegidos por sufragio universal, de que tiremos por la ventana la representación nacional democrática; pero, ¿qué pondremos en su lugar? Porque, en última instancia, alguien tiende que mandar..., un comité de salvación pública al menos... No queréis un emperador, un tirano, lo comprendemos; pero, ¿quién lo sustituye? ¿Un dictador? Porque no todo el mundo sabe gobernarse y alguien tiene que sacrficarse para gobernar a los demás..." Señores, o ciudadanos, replico yo: ¿por qué suprimimos el gobierno si tenemos que sustituirlo? Lo necesario es suprimir el mal, y no cambiarlo de sitio. ¿Qué me importa que lleve tal o cual nombre, que esté aquí o allí, si bajo esta máscara y con este aspecto se atraviesa y se atravesará siempre en mi camino? Se suprime a un enemigo, pero no se le da un sucesor. La dictadura, la magistratura soberana, es reconocer que la autoridad, que es el mal, puede hacer el bien, y esto equivale a declararse monárquico, a sancionar el despotismo y negar la Revolución. Si preguntamos a los partidarios absolutos de la fuerza bruta, a los ensalzadores de la autoridad demagógica y obligatoria, cómo la ejercerán, de qué modo van a organizar este poder fuerte, casi nos responden, como el difunto Marat, que quiere un dictador con grillos en los pies y condenado por el pueblo a trabajar para el pueblo.

Distingamos ante todo: o este dictador obrará por voluntad del pueblo, y entonces no será realmente un dictador, sino la quinta rueda de una carreta, o será realmente un dictador, tendrá en sus manos riendas y látigo, y entonces obrará como se le antoje, es decir, en provecho exclusivo de su divina persona. Obrar en nombre del pueblo es obrar en nombre de todo el mundo, ¿no es así? Y todo el mundo no es científica, armónica e inteligentemente revolucionario. Admito, sin embargo, ajustándome al pensamiento de los blanquistas, que hay, por ejemplo, pueblo y pueblo: el pueblo de los hermanos iniciados, de los discípulos del gran arquitecto popular, y el pueblo turba de los profanos. Aquellos afiliados, aquellos conspiradores elegidos, ¿estarán siempre de acuerdo? ¿Estarán siempre de acuerdo en todas las cuestiones y en todos sus partidos? Que se dicte un decreto sobre la propiedad, o sobre la familia, o sobre cualquier otra cosa, y unos lo encontrarán lo suficientemente radical. Ya tenemos, pues, mil puñales levantados contra el forzado dictador. Ni dos minutos podría vivir el que aceptara este papel. No lo aceptará en serio; tendrá su camarilla, todos los hombres que quiera, que se apretujarán a su lado y formará a su alrededor un batallón sagrado de lacayos para mendigarle los restos de su autoridad, las migajas del Poder. Y entonces podrá ordenar muy bien en nombre del pueblo, no lo niego, pero seguramente contra el pueblo. Fusilará o hará deportar a todos los que tengan anhelos libertariois. Como Carlomagno, o no sé qué otro rey, que media a los hombres por la altura de su espada, hará decapitar todas las inteligencias que sobresalgan de su nivel, prohibirá todos los progresos que no se ele alcancen a su magín. Hará lo que todos los hombres de "comité de salvación pública", lo que los políticos de 1793, émulos de los jesuitas y de la Inquisición; propagará la bestialización general; aniquilará la iniciativa particular; extenderá las tinieblas sobre la aurora, sore la idea social; nos hundirá, muertos o vivos, en el estercolero de la civilización; hará del pueblo, en lugar de una autonomía intelectual y moral, una automatía de carne y huesos, un conjunto de brutos, pues para un dictador político, como para un director jesuíta, lo mejor que hay en el hombre es el cadáver...

Hay otros que en sus sueños de dictadura difieren de los anteriores únicamente en que no quieren la dictadura de uno solo, de un Sansón de una sola cabeza; aspiran a un Sansón de mil cabezas, a la dictadura de esos pequeñas maravillas del proletariado reputados inteligentes porque en prosa o en verso declamaron unas cuantas triviliadades o inscribieron su firma en alguna pequeña capillita política-revolucionaria; a la dictadura, en fin, de las cabezas y los brazos peludos, que compita con la de los calvos y tenga la misión, claro está, de exterminar a los aristócratas y a los que no piensen como ellos. Lo mismo que los otros, creen que el mal no está tanto en las instituciones liberticidas como en la elección de los hombres tiránicos. Igualitarios de nombre están, en principio, por las castas. Y no dudan de que poniendo a los obreros en el Poder, en sustitución de los burgueses, todo marchará divinamente como en el mejor de los mundos posibles.

¡Los obreros en el Poder! ¡Es preciso no tener memoria! ¿No tuvimos a Albert en el Gobierno Provisional? ¿Es posible ver otro hombre tan cretino como él? En la Asamblea Constituyente o legislativa, tuvimos a los representantes lyoneses, y si fuésemos a juzgar a los representados por los representantes, sería una triste muestra de la inteligencia de los obreros de Lyon lo que nos trajeron. París nos gratificó con Nadaud, naturaleza espesa, inteligencia de mortero, que soñaba con transformar su llana de albañil con cetro presidencial. Y después con Carbon, el reverendo del Atelier, acaso el menos jesuíta, pues éste por lo menos no tardó en tirar la máscara y situarse entre los reaccionarios.

Semejante a los cortesanos que en las gradas del trono son más realistas que el rey, los obreros son más burgueses que los burgueses en las gradas de la autoridad oficial o legal. Y se comprende: el esclavo emancipado y convertido en amo exagera siempre los vicios del plantador que lo educó. Está tanto más dispuesto a abusar del mando cuanto más inclinado o forzado estuvo a la sumisión y a las bajezas con los que le mandaban. Un comité dictatorial compuesto de obreros es ciertamente lo más hinchado de vanidad, de insuficiencia y de nulidad que pueda imaginarse; por consiguiente, lo más antirrevolucionario. Si se quieren tomar en serio las palabras salvación pública, lo primero que debe hacerse, siempre, es apartar a los obreros de toda autoridad gubernamental, y luego, siempre también, desterrar lo más posible de la sociedad la autoridad gubernamental. (Vale más que haya en el Poder enemigos sospechosos que amigos dudosos.)

La autoridad oficial o lega, sea cual fuere el nombre con que se decore, es siempre engañosa y perjudicial. No hay verdad ni utilidad más que en la autoridad natural o anárquica. ¿Quién fue autoridad de hecho y de derecho en 1848? ¿Fue el gobierno Provisional, la Comisión Ejecutiva, Cavaignac o Bonaparte? Ni el Gobierno Provisional, ni la Comisión Ejecutiva, ni Cavaignac, ni Bonaparte, pues si bien tuvieron en sus manos la fuerza brutal, no fueron más que instrumentos, rodajes de la reacción; no fueron motores, sino máquinas. Todas las autoridades gubernamentales, hasta las más autocráticas, no son más que eso: máquinas. Funcionan por la voluntad de una facción y al servicio de esa facción, salvos los accidentes de las intrigas y las explosiones de ambición comprimida. La verdadera autoridad en 1848, la autoridad de salvación universal no estuvo, pues, en el Gobierno, sino, como siempre, fuera del Gobierno, en la iniciativa individual: Proudhon fue su más eminente representante (entre el pueblo y no en la Cámara, claro está). En él se personificó la agitación revolucionaria de las masas. Y para esta representación no hubo necesidad de títulos ni de mandatos legalizados. Su único título le venía de su trabajo: era su ciencia, su genio. Su mandato no le llegaba de los demás, de los sufragios arbitrarios de la fuerza brutal, sino de sí mismo, de la conciencia y de la espontaneidad de su fuerza intelectual. Autoridad natural y anárquica que ejerció el máximum de influencia a que podía aspirar. Una autoridad que no necesita pretorianos, porque es la dictadura de la inteligencia: autoridad que caldea y vivifica. Su misión no consiste en agarrotar ni en recortar a los hombres, sino en elevarlos por encima de su propia cabeza, en desarrollarlos con toda la fuerza de expansión de su naturaleza mental. Autoridad que no produce, como la otra, esclavos en nombre de la libertad pública, sino que destruye la esclavitud en nombre de la autoridad privada. No se impone a la preve arrellanándose con mallas de acero, cabalgando entre arqueros, como los barones feudales, sino que se afirma en el pueblo, como se afirman los astros en el firmamento, irradiando sobre sus satélites.

¿Qué mayor poder habría podido tener Proudhon siendo gobernante? No solamente no lo habría tenido mayor, sino que lo habría tenido menor, hasta suponiendo que hubiese podido conservar en el Poder sus pasiones revolucinarias. Viniéndole su poderío del cerebro, todo lo que hubiera dificultado el trabajo de su cerebro habría sido un atentado a su poderío. Si hubiese sido un dictador con espuelas, armado de pies a cabeza, habría perdido politiqueando con los que le hubieran rodeado todo el tiempo socializando a las masas. En lugar de revolución habría hecho reacción. Ved lo ocurrido con Luis Blanc, morador de Luxemburgo, tal vez el mejor intencionado de todo el Gobierno Provisional, y, no obstante, el más pérfido, el que sacó las castañas del fuego para la reacción, el que entregó a los obreros sermoneados a los burgueses armados, el que hizo lo que todos los predicadores autoritarios, el que predicó la caridad cristiana a los pobres a fin de salvar a los ricos.

Los títulos, los mandatos gubernamentes no son buenos más que para las nulidades que, demasiado cobardes para ser algo por sí mismos, quieren parecer algo. No tienen más razón de ser que la razón de que son unos abortos. El hombre fuerte; el hombre de inteligencia; el hombre que lo es todo por el trabajo y nada por la intriga; el hombre que es hijo de sus obras y no el hijo de su padre, nada tiene que ver con estas atribulaciones carnavalescas: la desprecia y las odia como un disfraz que mancharía su dignidad, como algo obsceno e infamante. El hombre débil, el hombre ignorante, pero que tiene el sentimiento de la humanidad, debe temer a aquellas nulidades: basta un poco de buen sentido para adivinarlas. Pues si toda arlequinada es ridícula, también es odiosa.

Todo gobierno dictatorial, entendido en singular lo mismo que en plural, todo poder demagógico, no hará más que retardar el advenimiento de la Revolución social, sustituyendo con su iniciativa, sea la que fuere, con su razón omnipotente, con su voluntad cívica y forzada, a la iniciativa anárquica, a la voluntad razonada, a la autonomía individual. La Revolución social no puede hacerse sino por el órgano de todos individualmente; de otro modo no será la Revolución social. Lo que es necesario hacer, pues, hacia lo que debe tenderse, es a colocar a todo el mundo y a cada uno en la posibilidad, es decir, en la necesidad de obrar, a fin de que el movimiento, al comunicarse de unos a otros, dé y reciba el impulso del progreso y decuplique y centuplique de este modo su fuerza.

Lo que se necesita pues, en fin, es tantas dictaduras como seres pensantes haya, hombres o mujeres, en la sociedad, a fin de agitarla, de sublevarla, de sacarla de su inercia, y no un Loyola con gorro frigio, un general político para disciplinar, es decir, inmovilizar, a unos y otros y pasar sobre su pecho y sobre su corazón, como una pesadilla, para ahogar sus suspiros; y sobre su frente y su cerebro, como una instrucción obligatoria o catecismal, para torturar sus pensamientos.

La autoridad gubernamental, la dictadura, llámese imperio o República, trono o sillón; llámese el que la ejerza salvador del orden o llámese los que la ejerzan comité de salvación pública; exista hoy con el nombre de Bonaparte, un emperador, o mañana con el de Blanqui, un socialista; salga de Ham o de Belle-lle; lleve en sus insignias un águila o un león disecado..., será siempre la violación de la libertad por la virilidad corrompida, por los sifilíticos del pensamiento; es el mal cesáreo inoculado con semillas de reproducción en los órganos intelectuales de la generación popular. No es un ósculo de emancipación, una natural y fecunda manifestación de la pubertad; es una fornicación de la virginidad con la decrepitud, un atentado al pudor, el crimer que comete un tutor que abusa de su pupila...es un humanicidio.

No hay más que una dictadura revolucionaria que sea humanitaria: la dictadura intelectual y moral. ¿Acaso todo el mundo no es libre de participar en ella? Basta quererlo para lograrlo. Para darse a conocer, esta dictadura no tiene necesidad de batallones de lictores ni de trofeos de bayonetas; no marcha escoltada sino por sus pensamientos libres; no tiene más cetro que la luz que irradia. No hace la ley, la descubre; no es autoridad, hace autoridad. Existe no más que por la voluntad del trabajo y el derecho de la ciencia. Quien la niegue hoy, la afirmará mañana. Porque esta dictadura no ordena la maniobra abotonándose en su inercia, como un coronel de regimiento, sino que ordena el movimiento predicando con el ejemplo, demuestra el progreso por el progreso.

"¡Todo el mundo al mismo paso!", dice la autoridad, y es la dictadura de la fuerza bruta, la dictadura animal.

"¡El que me ame que me siga!", dice la otra, y es la dictadura de la fuerza intelectualizada, la dictadura hominal.

La primera tiene por apoyo todos los hombres con instinto de pastores y todos los hombres con instinto de rebaño, todo lo que manda u obedece, todo lo que está domiciliado en la civilización.

La segunda tiene a su lado las individualidades hechas hombres, las inteligencias que están más alla de la civilización.

La primera es la última representación del paganismo moderno, su sesión de clausura definitiva, sus adioses al público.

La segunda es el principio de una era nueva, su entrada en escena, el triunfo del libertarismo.

La primera es tan vieja que toca la tumba; la segunda es tan joven que toca la cuna.

"¡Vieja autoridad! ¡Es ley que mueras"

"¡Libertad naciente! ¡Es ley de la Naturaleza que crezcas!"

1 comentario:

Anónimo dijo...

Tremendo descubrimiento tu blog!! Gracias!!

Salud compañero!!


M.